Me pregunto en qué momento cedió la grieta y me habitaron los
escombros. No recuerdo el rugido de la derrota ni el cuándo de estas raíces tan
profundas de tristeza. Supongo que fue un colonizar lento, alimentado por cada
paso descarriado en el barro y la huella sigilosa del tiempo siendo testigo y
sentenciando mi suerte.
Me pregunto si el derrumbe fue desde el principio inevitable o si hubo
algún tramo del camino donde pasé de largo la vía de escape. Sin embargo todo
eso ya no importa ahora que avanzo hacia la cima mientras nadie se pregunta el
porqué de mis lágrimas rotas y el olor a sangre en mi saliva. Avanzo hacia la
cima ordenando la verdad en el aire con el pincel de la vergüenza y mi pasado
aconsejándome.
Dejé de luchar. No opongo resistencia a la inercia incandescente que me
empuja y, aunque agotada por la soledad y el insomnio de mis sombras, de pie
sigo, decidida, hacia la cornisa afilada de la despedida. La última etapa es la
más dura, pero me muevo ligera, se me ha ido desprendiendo la paciencia que
hacía de lastre y ya no esquivo los adioses de otras personas buenas que
vinieron antes a estas rocas.
Antes de saltar ya estaré muerta.
Me he ido escapando de mí misma a lo largo del eclipse de las horas. Nadie
sabrá qué hacer con el puzle de mis ruinas, pero al menos espero la lápida en
blanco que sirva de lienzo a las espinas que abracen mi ausencia y camuflen los
secretos con los que me marcho.